Comentario
Luis Gil ha subrayado que el siglo XV español, pese a algunas figuras aisladas -Alonso de Cartagena, Fernán Pérez de Guzmán, el marqués de Santillana, Juan de Mena, Juan de Lucena- dista de ser, por su mentalidad y actitud frente a la Antigüedad clásica, el pórtico del Renacimiento español. La perduración de los esquemas medievales es bien visible en las propias Constituciones de la Universidad de Salamanca. La ruptura con el legado de la Antigüedad producida por la invasión árabe en España es incuestionable. La vía del camino de Santiago, la reforma litúrgica que acabó con el rito mozárabe, la ocupación de las principales sedes episcopales castellanas por prelados franceses no fueron estímulos suficientes para conectar con la tradición clásica.
Es, desde luego, cierto que los contactos culturales entre la Europa latina y la España arabizada datan del siglo X. La actividad que desarrolló la Escuela de Traductores de Toledo permitió la versión al latín de las grandes obras de los filósofos árabes y buena parte del pensamiento clásico greco-latino había sido traducido y glosado previamente del árabe.
Pero el propio método usado en las traducciones -traslación intermedia al romance y excesivo literalismo- convirtió en poco ortodoxas muchas de estas traducciones. Roger Bacon, por ejemplo, criticó ásperamente las traducciones de la obra de Aristóteles que había hecho Escoto, diciendo que si tuviera poder las haría quemar. En cualquier caso, es evidente que las traducciones de las obras árabes no propiciaron un mejor conocimiento del pensamiento clásico -la filosofía escolástica, tan floreciente en Europa en el siglo XIII, debió esperar en España hasta bien entrado el siglo XVI-, ni aproximaron a la sociedad española al conocimiento de las lenguas clásicas, que nunca gozaron de gran predicamento en la cultura española. El latín, hasta Nebrija -que se consideraba con razón el debelador de la barbarie, y el primero en abrir la tienda de lengua latina- e incluso después, no llegó a institucionalizarse plenamente en la Universidad, pese al éxito editorial del Diccionario del propio Nebrija.
La lengua griega aún tuvo peor fortuna que el latín. Dejando aparte casos muy aislados (los casos de Ramón Llull y Juan Fernández de Heredia), en los siglos XIII y XIV los contactos de los españoles con la lengua griega fueron mínimos, pese a acontecimientos políticos que aproximaron a ambas culturas (las embajadas a Tamerlán de Enrique III, las peripecias almogávares, etcétera). En el umbral del XVI el conocimiento de la literatura griega seguirá siendo indirecto como en la Edad Media. Las dificultades se acrecentaron conforme avanzaba el siglo, al agriarse la polémica entre lingüistas y teólogos por la batalla entre progresistas y tradicionalistas en la Universidad de París, donde había una nutrida colonia española y portuguesa.
El latín fue, ciertamente, en el siglo XVI el vehículo de las grandes especulaciones doctrinales o filosóficas de la información científica y, de hecho, la lengua del pensamiento erasmista. A lo largo del siglo XVI, sin embargo, el latín va a ir degenerándose en la vacua orfebrería ciceroniana o en la trivial curiosidad de los pedantes o aspirantes a cultos. Paralelamente, las lenguas nacionales demuestran su viabilidad literaria, al tiempo que surgen las defensas de estas lenguas (Pietro Bembo, Joao de Barros o Joachim du Bellay).
En España estas defensas son precoces. Nebrija, que tanto hizo por la difusión del latín, fue un buen impulsor del castellano en su Gramática castellana (1492). El erasmista Juan de Valdés escribió su Diálogo de la lengua (1535) en defensa también de la lengua castellana, a la que califica de lengua tan noble, tan entera, tan gentil y tan abundante, expresando su admiración por Juan de Mena, Juan de la Encina, Bartolomé Torres Naharro, Diego de Valera, La Celestina, los libros de caballerías, el Marqués de Santillana, Jorge Manrique y los autores del Cancionero General. Unos años más tarde, exactamente en 1582, Dámaso de Frías escribía su Diálogo de las lenguas, donde da por superado el contencioso con el latín y plantea la comparación del castellano con las demás lenguas peninsulares y las lenguas nacionales de los demás países, subrayando su rechazo a la tiranía del italianismo.
La batalla latín-lenguas nacionales la liquida fray Luis de León en De los Nombres de Cristo (1585). Fray Luis de León repudia el prejuicio del latín como lengua espiritual, defendiendo el uso del romance en cuestiones teológicas y espirituales; en la lengua vulgar de los primeros lectores fue compuesta la Biblia, destinada a ser pasto de todos ellos; y en su propia lengua vulgar la leían y comentaban los primeros cristianos, pues a las distintas lenguas vulgares se iba traduciendo a medida que el cristianismo se propagaba. En segundo lugar, arremete también contra el prejuicio del latín y de las lenguas clásicas en general como lenguas sabias, basándose en el concepto de lengua madre y de la igualdad original de todas las lenguas, cuyas excelencias y jerarquía sólo dependen de las que sepan darle los que las usan.
Conocemos bien la problemática de la castellanización en Cataluña y Valencia. En el uso cotidiano, la difusión del castellano en Cataluña fue desde luego, escasa. Incluso la aristocracia catalana continuaba usando el catalán, como revela la correspondencia entre los Borja y los Requesens. En 1555, el obispo Jubí se dirigía en catalán a San Ignacio de Loyola.
En 1621 Pere Gil precisaba que el castellano en Cataluña sólo era conocido en pocas ciudades como Barcelona, Tarragona, Gerona, Tortosa, Lérida, Perpiñán, Vilafranca del Penedés, Cervera, Tárrega, Fraga; y Cisteller aludirá en 1637 a que "Tortosa, Girona, Lérida, a todo tirar, solo ven dos o tres días y bien de passo algún castellano es por milagro..."
Incluso en la documentación oficial permaneció vigente el catalán hasta el decreto de Nueva Planta. Todas las actas y constituciones de Cortes se redactaron en catalán; los discursos de "proposició" del rey en las diversas Cortes se leyeron en catalán.
Pese a esta vigencia del catalán, es un hecho incontestable la emergencia del castellano. Como ha dicho A. Comas, a lo largo del siglo XV se dibuja un proceso progresivo de bilingüismo en muchos escritores catalanes (Guillem de Torroella, Enric de Villena, Francesc Alegre, Romeu Llul, Narcís Vinyoles, Bernat Fonollar, Joan Ribelles, Francesc Moner, Joan Escriva), el cual culminará con la castellanización prácticamente total de Boscán, Timoneda, Ferrandis de Heredia, Milá, etcétera.
La castellanización fue más intensa y precoz en el País Valenciano que en el Principado y las Islas Baleares. A comienzos del siglo XVI el proceso de castellanización estaba bastante desarrollado, como revela la edición del Cancionero General de Hernando del Castillo (1511, 1514), o los elogios al castellano del poeta Vinyoles (1510). La razón quizá haya que verla en la propia debilidad estructural del catalán en el reino de Valencia. No hay que olvidar que, desde la llegada de Jaime I (1238), el país era trilingüe, catalán-castellano-árabe. Mientras que el árabe convivía con el castellano y el catalán, estos dos últimos eran simples vecinos en espacios comarcales monolingües. El catalán era la lengua de la mayoría de los valencianos, pero la vecindad tan próxima del castellano, agravada por la continuas migraciones, restaría fuerza propia a la lengua dominante.
Pero, sobre todo, la situación se complica con la represión de las Germanías que va a efectuar la virreina Doña Germana de Foix. Es bien sabido que uno de los primeros documentos oficiales del reino de Valencia redactados en castellano fue precisamente el indulto concedido por Doña Germana a los "perayres" el 23 de diciembre de 1524. No es que, como a veces se ha dicho, la corte del emperador y concretamente Doña Germana tuvieran el decidido propósito de sustituir el catalán por el castellano, imponiendo éste a los perdedores de la revuelta como una pena más que añadir a las múltiples penitencias de la derrota. El proceso, como ha señalado J. Fuster, es mucho más sutil. El agradecimiento de los nobles salvados hacia los vencedores tendrá un corolario lingüístico. La castellanización valenciana será promovida por la aristocracia, tanto en el habla cotidiana como en el uso literario. Lluis Milá y Joan Ferrandis de Heredia, en la corte de los duques de Calabria, representan los hitos más significativos de esta proyección de la aristocracia valenciana hacia la cultura castellana. El catalán va quedando fosilizado como mero testimonio folklórico.
Dejando aparte el caso valenciano, la decadencia de la lengua catalana ha sido atribuida generalmente a la castellanización de la monarquía. El acceso de los Trastámaras al trono -Compromiso de Caspe- ha sido considerado como uno de los factores básicos. Riquer, en contraste, piensa que la causa principal hay que vincularla a la desaparición de la Corte de Barcelona, que no volverá hasta el fugaz período 1705-1711 del reinado de Carlos III, el archiduque de Austria. La conversión de la empresa de Italia, catalana al principio, en española, el medievalismo y la vida poco brillante de las Universidades catalanas, el propio carácter intrínseco del humanismo catalán... son factores también invocados por Riquer para justificar la polémica decadencia.
Desde luego, la seducción mimética de la lengua del rey en función del castellanocentrismo progresivo de la monarquía es indiscutible. Pons d'Icart decidió publicar en castellano su Libro de las grandezas de la ciudad de Tarragona (1572), redactado en catalán, "no porque tenga yo por mejor lengua ésta (la castellana) que la catalana, ni que otras, mas como sea natural del invectísimo rey Felipe, señor nuestro, está más usada en todos los reinos".
Jordi Ventura ha subrayado la incidencia de la Inquisición en el proceso de alienación valenciana a la cultura castellana. A nuestro juicio, sin embargo, hay que minimizar la trascendencia represiva de la Inquisición en el ámbito de la lengua. Atribuir a los inquisidores una beligerancia idiomática superior a la de los obispos que fueron castellanos o al aparato gubernativo de los sucesivos virreyes nos parece arriesgado. Los procesos inquisitoriales antes de mediados del siglo XVI están escritos en catalán. La Inquisición no planteó respecto al idioma ningún casus belli. La castellanización de la Inquisición sólo se impone desde 1560 paralelamente a la castellanización general. La primera recomendación que conocemos de castellanización de los procesos inquisitoriales la expresa el inquisidor de Cataluña, licenciado Gaspar Cervantes, un aragonés, en 1560.
La confrontación del catalán con el castellano se va a hacer esencialmente en dos niveles: la enseñanza oral y la imprenta. Sólo en el período 1640-1652, de ruptura política con Castilla y anexión a Francia, los catalanes ganaron la batalla. Significativamente, un acuerdo político de 1641 prohibió la oratoria sagrada en castellano. La rendición de Barcelona a Felipe IV en 1652 acabaría con los intentos de promoción del catalán de la oligarquía catalana más culta. De nuevo, el trasvase de religiosos de las distintas órdenes de una y otra provincia generalizaría los sermones en castellano y haría inviable la catalanización literaria de la burguesía catalana.
Los mayores agentes de la castellanización fueron los miembros de las órdenes religiosas. Con un equipo de brillantes oradores en castellano, acapararían los mejores púlpitos de Cataluña. El problema no era nuevo. La reforma de las órdenes religiosas llevada a cabo desde el reinado del Rey Católico había tenido su incidencia lingüística. En 1493 se envió al prior de San Benito de Valladolid a reformar la comunidad benedictina de Montserrat, dejando como superior al primo del Cardenal Cisneros, García Ximénez de Cisneros, quien impuso a la fuerza la reforma de otros tres monasterios catalanes. El monasterio de Pedralbes planteó grandes resistencias a causa de "voler dominar en Barcelona castellans i treure los naturals de la terra". Montserrat se convirtió en sucursal de Valladolid, y no es casualidad que se publicaran en este monasterio, en 1500, los primeros libros en castellano citados en todo el ámbito catalán: el Directorio de las horas canónicas y el Exercitario de la vida espiritual, escritos por el abad Cisneros e impresos por Joan Luchsner.
La confrontación de la defensa del uso del catalán y la del castellano en las predicaciones del clero estallará en los concilios eclesiásticos de Tarragona de 1635-1636 y 1636-1637, el primero convocado por el arzobispo de Tarragona, Fray Antonio Pérez, y el segundo por el obispo de Barcelona, García Gil Manrique.
El examen de la producción editorial pone en evidencia la ya señalada escalada del castellano, que desde mediados del siglo XVI intenta imponer su hegemonía superando al latín, hasta entonces la lengua dominante. Sólo en el período 1641-1647, en los primeros años de la separación y en plena euforia catalana, se observa cierto grado de catalanización en la producción literaria impresa y manuscrita. En cuanto a sermones impresos en este período, sólo se encuentra uno en castellano; y la edición de los libros de piedad en catalán alcanza asimismo su cota más alta en estos años.
Pero, incluso en plena revolución catalana, la hegemonía del castellano en la literatura impresa sigue siendo clara. La ley del mercado se imponía a la propia conciencia nacional. La mayor parte de los panfletos catalanistas escritos en el contexto de la revuelta catalana lo fueron en castellano, desde la Proclamación católica a la Noticia universal de Cataluña, pasando por obras de catalanes tan poco sospechosos de castellanofilia como Gaspar Sala, Martí i Viladamor y Josep Font.
La diglosia que posiblemente afectó a las capas cultas catalanas y la importancia del mercado se pusieron múltiples veces en evidencia como razones de la preponderante edición en lengua castellana.